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Quisiéramos detener el tiempo cuando la dulce primavera sopla vientos de alegría y desearíamos apurarlo cuando la pesadez del invierno trae la congoja o la amargura.

La esencia del tiempo es abstracta, tan sutil que no permite ser modelada por anhelo ni por ruego alguno. Se sobrevive a su antojo pues permanecemos ciegos ante la cercanía invisible de sus pasos.

El truco para controlarlo es no intentar destruirlo, pues cualquier tentativa para manipular un segundo puede convertirse en horas o días de angustia. El tiempo nos encadena cuando enmarca la vida desde el pasado y le vemos viajar hacia el desconocido futuro. El viaje de pasado a futuro enmarca una frontera inexpugnable que une cada acontecimiento como eslabón de una cadena indestructible.

En cambio, el tiempo se desvanece en el punto medio, en la inflexión entre pasado y futuro. Allí, en el presente, se abre una invisible puerta que, mientras se camina, llega a expandir un segundo hasta convertirlo en infinito.

No somos dueños del tiempo, lo padecemos. Somos dueños del presente, pues en él nos disolvemos. Somos viajeros del presente soñando disueltos en el oasis del desierto de lo Real.

A veces esperamos del tiempo una nueva oportunidad, pero no es tiempo lo que necesitamos, sino certezas con las cuales adoptar decisiones precisas. El tiempo nos ocupa, nos estresa, nos recuerda la muerte y lo convertimos en contrincante, pero pocas veces en amigo. El tiempo no dura mucho, siempre cambia, como nuestra mente. El tiempo se esconde atrás de nuestros pensamientos y los impulsa a salir uno a uno en desbandada.

El tiempo se mira a sí mismo en el presente y su reflejo le aturde deteniéndolo. Es allí, en ese mágico intervalo donde el tiempo sonríe y se convierte en el amplio espacio que entrelaza todas las cosas.

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