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A veces me piden sugerencias para trabajar la Intuición.

Generalmente, recomiendo juegos de “adivinar”, el uso del péndulo, el uso del pulso, alguna mancia, etcétera.

Pero si en algo hago hincapié siempre es en la importancia de la CONFIAR.

Para intuir hay que confiar. Para confiar no hay que tener miedo. Hay que ser un poco temerario o temeraria.

En estos días de caminatas por la montaña, he recordado un ejercicio que hace años se practicaba en los internados de meditación impartidos por Sesha. Este ejercicio es muy apropiado para trabajar la confianza, la entrega y enfrentarse a todos los miedos y/o hábitos posibles.

El ejercicio consistía en caminar por un sendero en la montaña con los ojos vendados atendiendo al tacto de los pies como referencia para saber si se iba por la pista o no.

Es decir, el sendero era de tierra y piedra y en los lados, había hierba. Si la atención estaba dispuesta correctamente, era sencillo notar la diferencia de texturas y por lo tanto, saber si se caminaba sobre la pista o no.

Había gente acompañando el trayecto por si acaso, pero no daban indicaciones de nada; ningún “es por aquí”, ni “ten cuidado con el charco”, ni “vas en el sentido contrario”. Nada de nada.

Se empezaba a caminar y cuando al llegar al final, alguien avisaba que ya se podían destapar los ojos.

Entre tanto, ocurría de todo. Había gente que se perdía, que se daba la vuelta, que aparecía colgada de un árbol, que lloraba, reía,…

Hay quienes recibían de una planta o arbusto la información de cómo seguir por el camino y también quienes adquirieron las mayores comprensiones y certezas de su vida.

Aquellas experiencias no dejaron indiferente a nadie.

Os contaré una de mis experiencias por el camino…

En aquella ocasión, antes de arrancar nos indicaron que hacia la mitad del camino, había un gran charco.

Esperé a que todo el mundo empezara a caminar y avanzara para quedarme la última y poder atender(me) sin interferencias de las demás personas.

Comencé tan despacio que algún cuidador me dijo en tono imponente que caminara más rápido y yo, sin rechistar, obedecí.

Sin prisa pero sin pausa, caminaba advirtiendo claramente la textura del camino. Daba bandazos entre el duro suelo y la hierba de los laterales.

Mi atención viajaba de los pies a otros lugares del cuerpo que sentía tensos, como por ejemplo, las lumbares. De vez en cuando, se posaba en el oído y escuchaba los pasos de compañeros, el piar de los pájaros y alguna que otra voz lejana. Ahora se que mi atención no era demasiado eficiente pues iba en alerta, con tensión.

No tengo claras las referencias temporales pero tras 20 minutos aproximadamente, mis pies notaron pisar agua e inmediatamente se coló el pensamiento de “ajá, aquí está el charco”.

Pensé sin dudar que lo mejor era atravesarlo por el medio aunque me mojara entera y así lo hice, Finalmente, el charco no resultó ser demasiado grande y contenta por haberlo cruzado “con éxito”, seguí mi trayecto.

Caminaba bastante cómoda hasta que, de nuevo, al cabo de pocos minutos, volví a percibir otro charco. Este se sentía con mucha más agua y barro que el anterior. Es más, cuando tocaba con la punta del pie, notaba como si en vez de un charco fuera un acantilado de varios metros de caída.

Me quedé quieta antes de meterme en él. Bloqueada frente a la sensación de abismo. Mi cabeza empezó a dar vueltas como una centrifugadora invadida por todo tipo de pensamientos y emociones como:

Ane, si solo había un charco, ¿por qué estás frente a otro? Seguro que en algún momento te has girado y has empezado a caminar en dirección contraria.

Este charco parece muy grande. Si lo pisas te vas a caer. Te caerás de morros hacia delante y estás sola, nadie se enterará.

El dolor de lumbares empezó a aumentar más y más. Sentía una presión brutal. Entré en un estado de desesperación. El llanto salía desde lo más hondo de mi pecho. Desgarrador.

Quitarme la venda de los ojos no era una opción. Sería un acto de cobardía y fracaso (a mi juicio). En realidad, no veía opciones porque simplemente estaba inmersa en mi burbuja llena de hábitos de sufrimiento y abandono.

Me agarré las lumbares y me puse en cuclillas. Solo sentía dolor, miedo y bloqueo hasta que de repente, escuché una voz que me dijo: “no entres ahí, camina”.

En ese instante toda inquietud se detuvo. Me levanté, suspiré y crucé el charco directamente esta vez, metiendo las piernas en el lodo hasta el fondo. Me mojé hasta más arriba de las rodillas pero eso era lo de menos.

Pasaron muy pocos minutos hasta que llegué al final, donde casi todo el grupo permanecía sentado jugando a las “fábulas”.

Me dijeron que me quitara la venda y el alivio fue tal, que rompí a llorar como descarga de tanta tensión.

Cualquiera que lea esto dirá que vaya experiencia difícil y cuestionará su validez. Sin embargo, he de admitir que aquellos ejercicios sirvieron como espejo para ver los hábitos y las habilidades más íntimas y arraigadas de muchísimas personas.

No compartiré aquí las conclusiones, comprensiones y certezas que adquirí en esa situación. “Juzguen ustedes”. Algunas se diluyeron allí, otras se sustituyeron y otras permanecen firmes en mi interior.

Si este tipo de ejercicios se practicaran desde los 6 años, muchos niños y niñas se acostumbrarían a conocerse, a conocer su mundo interior. Aprenderían a confiar y a reconocer formas de percepción más allá de la sensorial y/o la dialéctica.

Aprovechad el verano para salir a la naturaleza y que el juego implique siempre aprendizaje.

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