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Investigando en la naturaleza de un niño o una niña, en ocasiones advierto que posee habilidades asociadas al mundo místico, al reencuentro de lo trascendente, etcétera. Al compartir mi análisis con su madre y/o padre, noto frecuentemente el impacto que generan mis comentarios. Se sorprenden e incluso alguna vez, llegan a rechazar con aspereza que sus hijos tengan una tendencia a la búsqueda interior.

Entiendo que el trato dado a la espiritualidad, al camino interior o cómo se lo desee llamar, ha sido manchado y desvirtuado de su verdadera esencia. Ello ha creado en el imaginario colectivo actual una incipiente indiferencia. En verdad no es fácil transitar por un camino que durante siglos ha marcado un derrotero confuso e incluso doloroso.

Somos testigos en primera persona del manejo de la culpa y del miedo al más allá. Nos educaron para temer a Dios y cada vez que alguien logró ver sus ojos fue atacado de soberbio, pues ello solo podía hacerlo la casta de elegidos.

Para mí siempre fue importante la integración entre lo Divino y lo humano. Entre lo marcadamente abstracto y sutil respecto a lo material, entre lo que es tangible y lo sutilmente invisible. Siempre algo en mí a deseado fervientemente rozar lo divino y beber de lo infinito pero, aunque la vida misma lo dificulte, siempre mantengo la esperanza de fracturar el laberinto que al parecer solo unos pocos han atravesado.

He escuchado y leído en varios textos orientales, que hay personas con la destreza de navegar por cualquiera de las tres vías: la vía del Amor, la vía del Saber y/o la vía de la Recta Acción.

Creo sinceramente que el concepto de espiritualidad debería cambiarse, pues ya está excesivamente distorsionado. Pienso que cambiar espiritualidad por presencialidad debería ser el reto de las nuevas generaciones.

El denominador común a cualquier acto verdaderamente ético, a cualquier comprensión verdaderamente firme, es la claridad que imprime la Atención Eficiente. ¿Qué mayor moral puede existir que no dañar a otro pues por identidad te dañarías a ti mismo? ¿Qué mayor comprensión puede lograrse que el hecho de avizorar que nuestra naturaleza es infinita?

La espiritualidad implica la búsqueda de lo permanente, la búsqueda de aquello que no cambia, que no se transforma, que se percibe inmoble tanto en el mundo interno como en el externo y que desemboca en la libertad interior. Y para esto no se requiere ningún dogma, ritual ni lineamiento.

Los niños y las niñas en sus primeros años no se plantean una moral basada en bueno o malo. Sus inquietudes nacen de la absoluta libertad e inocencia. De su naturaleza surgen preguntas profundas. ¿Quiénes somos nosotros, las personas adultas, para juzgar y anular su curiosidad?

Como adultos atentos, debemos atrevernos a contestar las inquietudes sobre el mundo, la vida, el dolor o la muerte, haciendo ver que lo realmente importante es el aprendizaje de las experiencias que tocan vivir.

Remarquemos en ellos la fuerza del amor que habita en los pequeños actos de la vida. Seamos el espejo en el que puedan reflejar su mente y construir sus propios criterios. Enseñemos que el respeto por la vida nace de saber y de amar.

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