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En una ciudad semejante a aquella donde viven los dioses reinaba Purya, quien había gobernado
a su pueblo con sabiduría. El rey era la felicidad de todo el pueblo; su único descontento era que
sus numerosas mujeres no le habían podido otorgar un hijo.
En esta misma época y en otra gran ciudad del reino vivía un mercader llamado Dupal, rico entre
los más ricos. Dupal sólo tenía una hija, Davati, bella cual ninfa aérea.
Cuando la niña llegó a la edad adulta, su padre, ya enfermo, murió. Los familiares venidos de otros
lares a acompañar en los ritos fúnebres se apropiaron de los bienes del mercader sin que ni Davati
ni su madre pudieran oponerse.
Fue entonces cuando la mujer del mercader fallecido, en vista de los acontecimientos ocurridos,
tomó sus pocas joyas y, ocultándolas, abandonó la casa con su hija Davati. Con grandes esfuerzos
y apoyándose en el brazo de su hija logró salir a escondidas de la ciudad.
Mientras huían cegadas por la oscuridad de la noche, la madre tropezó con el cuerpo de un ladrón
que había sido amarrado a una estaca. El golpe de la mujer al ladrón, que aún estaba con vida, hizo
que se agravara aún más su tormento.
Davati narró al ladrón la historia de cómo los familiares les habían robado todo su patrimonio.
Mientras el ladrón escuchaba, la luna asomó su faz entre las nubes y su claridad mostró el bello
rostro de la hija del mercader, ahora muerto.
El ladrón, al ver tan bella criatura, le dijo a la madre que le daría mil piezas de oro si le entregaba
a su hija Davati en matrimonio.
—“¿Qué harías con ella si te la entrego en matrimonio?”, preguntó la madre al moribundo ladrón.
—“Mi cuerpo muere sin haber podido engendrar un hijo, —contestó el penoso hombrecillo,
—y sin un hijo siento que no cumplo la razón de mi existir, pero me queda muy poco tiempo
de vida. A cambio del dinero deberás comprometerte en algún momento a engendrar un hijo;
además, cuando muera debes realizar los ritos sagrados y mis huesos calcinados deberán ser
lanzados a un río sagrado”.
La mujer del mercader, llena de codicia, aprobó la petición del ladrón y aceptó entregarle a su
hija Davati en matrimonio. Dadas las condiciones, el matrimonio tuvo lugar al momento. El ladrón
reveló a la madre de Davati el lugar escondido donde el oro estaba resguardado. Hecho esto, el
cuerpo del ladrón dejó de vivir.
Tras tomar el oro, madre e hija pasaron unos cuantos días realizando los ritos fúnebres del ladrón.
Una vez concluida esa parte del trato, las dos, llevando oculto el tesoro, caminaron hasta llegar a
una ciudad cercana, donde compraron una casa y allí vivieron.
En esta misma ciudad vivía el alumno de un gran sacerdote llamado Manati. Este joven, que era
esclavo desde su juventud, estaba perdidamente enamorado de una cortesana. Sin embargo, la
cortesana le exigía quinientos monedas de oro para casarse con ella, suma que el joven no poseía.
A causa del amor no correspondido, el joven languidecía con el paso de los días.
Pues bien, sucedió que la hija del mercader, Davati, vio desde la ventana de su casa a este joven
aprendiz, bastante flaco pero de rasgos encantadores. Davati sintió su corazón prendado por la
belleza de Manati.
De inmediato, recordó las instrucciones dadas por su antiguo marido, el ladrón ya fallecido, respecto
al compromiso de engendrar un hijo. La madre comprendió que su hija se había enamorado así
que, ¿por qué no solicitar a este muchacho que pusiese el néctar de una nueva vida en el vientre
de su hija?
La madre mandó a una sirvienta de confianza con este mensaje para el joven Manati, el cual contestó
que iría sólo por una noche a cambio de quinientos monedas de oro, dinero que necesitaba para
abrazar a su amada cortesana.
La madre de Davati entregó al joven las quinientas monedas. Cuando el joven las recibió, se dirigió
a los aposentos de Davati. La bella joven lo esperaba con pasión. La muchacha, al verlo entrar, lo
contempló con la alegría con la que un pájaro nocturno observa el claro de la luna. Manati pasó la
noche en los aposentos; a la mañana siguiente salió furtivamente y desapareció.
La hija del mercader quedó efectivamente encinta. Cuando el embarazo llegó a su término, dio a
luz un hijo cuyos signos físicos auguraban un buen porvenir.
Una noche, mientras dormían, tanto a Davati como a su madre se les apareció en sueños el dios
Shiva y les dijo:
—“En la aurora deberéis llevar al niño al palacio del rey Purya. Depositadlo en el umbral de la
puerta de palacio en una cesta junto con mil piezas de oro”.
Cuando la hija del mercader y su madre se despertaron se contaron el sueño la una a la
otra. Confiadas en el sueño tomaron el niño, lo pusieron en una cesta junto con el oro y lo
abandonaron a las puertas de palacio.
Esa misma noche, al rey Purya, que estaba deseoso de tener un hijo, se le apareció en sueños
el dios Shiva quien, cabalgando sobre un toro, le dijo:
—“¡Levántate, rey! Un bello niño ha sido depositado a tus puertas con una cantidad de oro.
Tómalo”.
El rey despertó y se encaminó a las puertas de palacio. Viendo al niño, lo tomó entre sus brazos
y se adentró de nuevo.
Tras doce días de bailes y música de festejo, otorgó a su hijo el nombre de Kandra.
Con los años Kandra fue creciendo y, una vez adulto, fue ganando el corazón de sus súbditos por
su coraje, generosidad, saber y otras cualidades. De esta manera, fue adquiriendo las condiciones
para soportar el peso del poder real. Su padre, ya anciano, partió hacia Benarés en busca de retiro,
dejando a su hijo Kandra como heredero y rey.
Así el anciano, otrora rey, dejando en sabias manos su reino, encontró el descanso eterno a orillas
del río Ganges. Cuando Kandra supo de la muerte de su adorado padre, tomó el cuerpo de este
y celebró las ceremonias fúnebres.
El nuevo rey, afligido por la muerte de su padre, decidió rendirle honores y marchar a la ciudad
sagrada donde entregar a sus ancestros las cenizas mortuorias, no sin antes peregrinar por algunos
lugares santos.
Vestido con la ropa de un asceta, partió hacia su peregrinaje. Las gentes de la ciudad y del campo
lo acompañaron hasta la frontera del país. Es ahí donde el rey les ordenó que volvieran a sus casas,
pues sus súbditos deseaban seguir a su adorado monarca donde este fuera.
Tras un largo viaje, por fin llegó a Gayasiras, un lugar santo. Allí celebró el rey las conmemoraciones
según las normas y después se encaminó hacia el bosque sagrado. En el momento en que ofrecía
las cenizas de su padre en la fuente del río, tres manos de hombre emergieron para apoderarse
de ellas.
Atónito, el joven rey se preguntó:
—“¿En cuál de estas manos debo depositar el presente?
La primera de las manos le contestó: “Soy la mano de un ladrón, pues tengo las marcas de una cuerda
amarrada a una estaca, y por compromiso conmigo tu madre te gestó, por lo tanto soy tu padre”.
La segunda mano le dijo: “Soy la mano de un esclavo y fui quien colocó la semilla en el vientre de
tu madre, por lo tanto soy tu padre”.
La tercera mano aseveró: ”Soy la mano de un rey y mis rezos a la divinidad hicieron que tú
nacieras, por lo tanto soy tu padre.
El rey, estupefacto, no pudo tomar la decisión de a cual de las tres manos entregar las cenizas fúnebres.

¿Cuál de las manos es realmente la del padre?

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