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Pasé por al lado y algo me dijo que me sentara en ese lugar tan pintoresco. Una mediana piedra saliente hacía de zafu y me acomodé en ella.
Inicialmente la atención estaba dispuesta al mundo externo: al piar de los pájaros, al viento y a la extraña ternura que brotaba de la roca que me acogía, como si esta fuera un útero, o la piel porosa de un ser amado.
Era tal la calma que fue fácil poder observar las grietas entre pensamientos y que estas se hicieran cada vez más y más grandes. Más y más ilimitadas.
En una de estas, el vacío me absorbió y toda historia propia desapareció no se por cuánto tiempo.
El ya conocido chorro inagotable de dulzura empezó a acercarse tanto, tanto, tanto que mi corazón, en su habitual incapacidad de recibir, no pudo con ello y nuevamente salió disparado.
Lástima y alegría. Otra ocasión de entrega total desperdiciada, pero a su vez, cada día estoy más cerca de ella.
Siempre nos quedará la vida para seguir entrenando.
*Imágenes: Ruben Diez Ladrón de Gebara

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