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A las mañanas estoy acompañando a la escuela al hijo pequeño de unos amigos pues estos trabajan y no pueden hacerlo. El peque tiene 4 años.

Es un “salao”. Es un cóctel de inocencia, simpatía, inteligencia y espontaneidad. Es muy autónomo, la motricidad la tiene muy desarrollada y no para de hablar.

Es de estos niños que tienen las ideas muy claras y que corrigen al adulto con una asertividad aplastante, sobre todo, cuando las cosas son demasiado obvias. Como ejemplo de esto, os cuento una sencilla anécdota.

En euskera a la profesora se le llama “andereño”. Pues bien, el otro día de camino a la ikastola, le pregunté cómo se llamaba su profesora, a lo que él con cara de “me estás preguntando algo demasiado evidente” me respondió:

– ¡Pues Andereño! ¿Cómo se va a llamar?

¡¡¡Evidente!!! ¡¡¡Vaya pregunta!!! Su profesora se llama Profesora. No tiene otro nombre.

Hoy, de camino a la escuela algo, que por respeto no comentaré aquí, ha hecho que el pequeñín se guarde en sí mismo. De repente se ha quedado quieto, bloqueado, con la mirada perdida y en silencio. Cuando hemos continuado caminando su postura era con las manos agarrando su bolsita de tela y cubriendo el pecho, la cabeza mirando al suelo, los andares se han vuelto rígidos y ha permanecido sin decir casi ni una palabra hasta que ha entrado al aula.

Yo, intentando no invadir su estado, le he preguntado en un par de ocasiones por cómo estaba y tras recibir sus escuetas respuestas de que se sentía bien, he guardado silencio y he tratado de estar ahí con él, sin más.

Hemos llegado a la escuela algo temprano y nos ha tocado esperar en la entrada junto a otros/as niños, niñas y familiares de estos.

Nosotros seguíamos ambos en silencio, quietos, observando. De vez en cuando el pequeñajo se pegaba y agarraba a mi pierna y yo le acariciaba la cabeza y el pelo. Acompañando sin palabras.

Algunas madres han notado que hoy el nene no estaba “tan alegre” como otros días y una y otra vez han empezado a comentarlo en alto y a preguntarle a él directamente qué le pasaba.

A medida que el niño al sentirse increpado se guardaba más, yo me sentía cada vez más irritada por notar que esas personas adultas no se daban cuenta de lo que estaban haciendo.

Y me pregunto…:

¿Por qué las personas adultas tenemos tan poco respeto a la intimidad de los y las peques?

¿Por qué no somos capaces de empatizar y advertir que cuando estamos en ciertos estados emocionales, aborrecemos que nos pregunten (cualquier persona) una y otra vez qué nos pasa?

¿Por qué las personas adultas no reflexionamos sobre la necesidad que tenemos de comentarlo todo, airearlo todo, hablar por hablar, invadir a otras personas, parecer simpáticos y alegres, sobreactuar, etcétera?

¿Por qué hay que hablar tan alto y con tan poca sustancia desde tan temprano?

¡Cuánto ruido mental desde por la mañana!

¡Un poquito de reflexión, empatía y autoconocimiento!

Ahí queda eso….

P.D.: La foto de cabecera la he puesto en homenaje a este nene que acompaño y me acompaña por las mañanas. Le encanta ese andamio por ese acolchadito que tienen las barras.

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